Consolar, atender necesidades, abrazar y acariciar o apagar miedos no tienen nada que ver con malcriar. Al contrario, malcriar es no hacer caso y abandonar negligentemente, pensando que la mente de un bebé es como la de un adulto que entiende de chantajes y manipulaciones.
Un estudio sobre inteligencia afectiva ha demostrado que el dolor psicológico es lo que más sufren los bebés a lo largo del día, aún más que el dolor físico. Es algo que vale tener en cuenta: el sufrimiento emocional de los más pequeños se relaciona a factores como el hambre, el miedo y la sensación de inseguridad.
Estos factores son instintivos e implican un malestar auténtico que cada niño demostrará en su modo particular y distinto. Siempre habrá un bebé más demandante que otro, y por ello debemos atender esa realidad particular de cada uno sabiendo que quien atiende necesidades no malcría. Quien ofrece seguridad y estrategias, educa.
Consolar es entender necesidades
Si un amigo nuestro llorara, no lo dejaríamos seguir hasta que se deshidrate ni lo dejamos en una habitación hasta que se le pase. Entonces, ¿por qué lo haríamos con nuestros hijos?
Consolar es el arte de intuir necesidades y desplegar estrategias adecuadas de atención para sanar esos dolores psíquico o emocionales. No basta con pedir que se calme, pues para un niño el mayor poder de consuelo viene del contacto físico y de un tono de voz cercano.
Pequeñas coas como esas generan improntas en el cerebro del bebé, que está madurando y donde cualquier estímulo o carencia determinará su desarrollo posterior.
El “biencriar” es una sabiduría
Las palabras son importantes en nuestro lenguaje a la hora de crear significados, y a veces las expresiones más populares ven procesos naturales como comportamiento patológicos. Es posible que tú también te haya visto soportando comentarios de tus amigos o familiares cuando coges en brazos a tus hijos para aliviar su llanto o enojo.
Nos suelen decir que los malcriamos, pero sabemos que es un refuerzo positivo en el instante adecuado para evitar rabietas, reducir el estrés y conseguir que nuestros niños se sientan más seguros al explorar el entorno.
La consecuencia del llanto prolongado y no atendido trae efectos indeseados desde el punto de vista neurológico, pues ocasiona estrés, y un nivel elevado de cortisol altera la química de los neurotransmisores, intensificando el miedo y una mayor necesidad de atención.
Asimismo, estar presente (consolar, abrazar) mejora el vínculo con nuestros hijos. En sus tres primeros años, los bebés necesitan este apego seguro pues sus necesidades vitales son esenciales, aunque simples: seguridad, reconocimiento, afecto y estímulos enriquecedores con los que favorecer su conectividad neuronal.
Un niño al que se le permite llorar hata el agote, o uno que no recibe caricias y abrazos, es un bebé que termina viendo al mundo como algo hostil, del que siempre deberá defenderse con ira o del que esperar refuerzos para encontrarse a sí mismo. No es lo adecuado.
Promovamos el desarrollo emocional
Sería tardío empezar la educación emocional cuando el niño ya puede comunicarse y puede obedecer reglas, marcar límites y negociar normas. Un bebé de 8 meses que nos tira el pelo cuando se enoja, es una persona que busca canalizar su frustración e incluso su rabia.
La educación emocional comienza el primer día que dejamos a nuestro bebé en la cuna. Después de dar a luz, incluso. El primer anclaje emocional se origina apenas nacemos, con ese primer contacto piel con piel entre bebé y mamá.
Es un vínculo que crece gracias a la lactancia materna, un pilar de seguridad, calma y bienestar. Su desarrollo seguirá bien encaminado si cultivamos el arte de consolar de manera respetuosa.
Atender las reacciones negativas de nuestros hijos no es malcriar.
El niño de dos años que tira un juguete al suelo con rabia o que araña a u hermano está escondiendo una emoción que le sobrepasa. Hay que saber entenderla, gestionarla y canalizarla.
Necesitamos prestar atención, alimentarlos con emociones positivas y poner en práctica el arte del “biencriar”.