Esta Mujer Salvó A Cientos De Embarazadas En Los Campos Nazis Matando A Sus Bebés Con Sus Manos

Dentro de los infranqueables muros de Auschwitz, los prisioneros alzaban un ambiente propio que de alguna forma les permitía sobrevivir dentro de todos los horrores de los que eran víctima. Un sistema que funcionaba pese a la estricta vigilancia nazi, y que conversaba con la pobreza, la desesperación y el terror de su situación.

Además de los abundantes lamentos desgarradores, dentro del campo de concentración existían otras formas de hacer frente al dolor y abuso al que los prisioneros eran enfrentados a diario. El sexo era una de ellas, y pese a que la inteligencia nazi intentó aplacar los deseos sexuales a toda costa (para que los judíos dejaran de reproducirse y se extinguieran) echando nitrato de potasio en las miserables raciones de comida que daban en los campos, el deseo continuaba latiendo en cada reo.

En Auschwitz sucedía de todo: además de relaciones consensuadas marcadas por la ansiedad de que podría ser la última, también existía la prostitución como método de supervivencia.

Los hombres entraban a robar a los almacenes cosas básicas como tarros de comida, cigarrillos y fósforos, y las mujeres se los “compraban” usando su cuerpo como moneda de cambio. Los atestados campamentos nunca estaban en silencio ni en completa oscuridad, así que las parejas usualmente caminaban hasta los barrancones que se usaban para defecar en busca de cierta intimidad. No contaban con agua y estaban justo a un lado de los crematorios.

Ahí, entre el olor a excremento y a carne quemada, las personas tenían sexo tan rápida e intensamente como pudieran.

“El deseo sexual era uno de los instintos más fuertes”, recuerda la ginecóloga rumana Gisella Perl, quien fue prisionera en Auschwitz y escribió sus memorias sobre el campamento. Ahí, Perl habla sobre aquella forma en que dialogaban el deseo y el terror en los campos de concentración nazis.

“No teníamos menstruación, pero esto era más una consecuencia del trauma psicológico provocado por las circunstancias en las que vivíamos que por el nitrato de potasio”, asegura en su libro. “El deseo sexual todavía era uno de los instintos más fuertes”.

 

Una nueva población

 

Aún dentro de sus campos de concentración, los esfuerzos nazis por suprimir a un grupo humano que odiaban no estaban dando resultados. Sin contar a la gran cantidad de mujeres que llegaron a los guetos esperando un bebé, hubo muchos embarazos dentro de los mismos. Recién llegad a a Auschwitz desde el norte de Rumanía en 1944, Perl las pudo conocer.

Luego de la invasión de las tropas de Hitler, Perl debió ver a una buena parte de su pueblo (compuesto por unos 14 mil judíos) era asesinado en las cámaras de gas de la actual Polonia.

El médico nazi Josef Mengele pronto identificó a Perl gracias a que ambos compartían la misma profesión, y le ordenó hacer trabajos en el campo como reanimar a las mujeres a las que les extraían la sangre para enviarlas a las tropas en los frentes de batalla.

Mientras ella trabajaba bajo la mínima recompensa de no asesinarla, le continuaban llegando noticias sobre la matanza de millones de judíos en manos nazis. Pronto Perl se dio cuenta que, apenas llegaban, las mujeres eran asesinadas inmediatamente en Auschwitz. Aunque muchas de ellas intentaban dilatarlo escondiendo sus embarazos y teniendo a sus bebés en la máxima clandestinidad, tarde o temprano un llanto alertaba a los guardias.

Cuando eran encontrados, los nazis ahogaban a los bebés o le daban una inyección letal mientras la madre era torturada hasta la muerte.

Una manera de identificar a las mujeres que llevaban un hijo en su vientre era poner a todas las judías nuevas del campamento en una fila. Un oficial le pedía a las embarazadas que dieran un paso al frente, para poder identificarlas y así entregarles doble ración de pan y de leche en un espacio del campo especialmente acondicionado para ellas. Por supuesto, esas promesas eran absolutas mentiras.

Un día de 1944, Perl recuerda que estaba cerca del crematorio cuando descubrió este engaño de los nazis para identificar a las embarazadas, que luego eran cruelmente golpeadas por las tropas y tiradas hasta ser mutiladas por los perros, arrastradas del cabello por la tierra y desfiguradas con cada patada de los soldados.

Cuando las mujeres embarazadas ya no tenían más fuerza para oponer resistencia, eran tiradas al crematorio para ser quemadas vivas.

 

Una de dos

La ginecóloga sintió un miedo terrible que, de a poco, le hizo abrir los ojos.

“Poco a poco, el horror se convirtió en un sentimiento de rebelión que me sacó de mi letargo y me dio un nuevo incentivo para vivir. Yo debía permanecer con vida. Dependía de mí salvar a todas las mujeres embarazadas de su destino infernal. Si no había otra manera, destruyendo la vida de sus niños no nacidos”, escribió en su memoria.

Perl debió tomar una difícil decisión: ya que no podía evitar que las mujeres embarazadas fueran asesinadas, sólo podía ayudarlas a interrumpir su embarazo para que pudieran sobrevivir en el campo de concentración. La ginecóloga comenzó a contactar a las mujeres embarazadas para contarles su plan, y casi todas ellas accedieron al método debido a su desesperada situación.

Ella tenía los conocimientos para interrumpir los embarazos, pero no tenía ni implementos adecuados ni elegancia alguna al momento de realizar los procedimientos. Apenas el campamento se entregaba al sueño, Perl llevaba a las mujeres a los mismos barrancones de desechos que se usaban para tener sexo clandestino y, sobre los excrementos camuflados en la oscuridad de la noche, ayudaba a mujeres a dar a luz o a abortar.

Todo era hecho en tiempo récord: mujeres de cinco, seis o siete meses podían dar a luz a fetos de diferentes niveles de desarrollo o ya derechamente bebés sobre la mugre. Perl sólo tenía sus dedos para ayudar a dilatar y sanar a las mujeres. “Nadie entenderá jamás lo que significó para mí destruir a esos niños”, escribió la ginecóloga en su biografía, donde cuenta con tanta crudeza como pesar que ella misma debió estrangular a un bebé hasta la muerte, luego de darle un beso como despedida.

Pronto la médica debió acelerar el proceso, pues un día Mengele le dio la orden de informarle de todas las mujeres embarazadas del campamento. Esto era para poder usarlas como conejillos de indias en experimentos de los nazis. Llenas de horror, cientos de mueres llegaron a interrumpir sus embarazos con Perl.

“El mayor crimen que se podía cometer en Auschwitz era estar embarazada (…) Decidí que nunca más habría una mujer embarazada en Auschwitz”, le contó en una entrevista al New York Times.

 

El esperado adiós a las armas

 

Luego de un año de que Perl llegara al campamento, el ejército soviético obligó a los nazis a evacuar el campo de concentración. Mientras más de 15 mil personas murieron de frío o a tiros de larga distancia mientras escapaban por los congelados campos (en lo que resultaba una diversión para los soldados), Perl arribó a otro campo cerca de Hamburgo y terminó en otro en Bergen-Belsen, el mismo donde fue asesinada Ana Frank.

Ahí, la ginecóloga vio a los británicos entrar a la ciudad y acabar con las últimas tropas nazis. En aquel momento, esperanzada, cuenta que estaba ayudando a dar a luz a una mujer. Cuando tuvo al bebé en sus manos, supo que ese era el primer niño judío que nacía en libertad.

Aunque la guerra había terminado, la vida de Perl continuaba dando tristes giros. Exhausta de buscar a su familia entre los sobrevivientes, en 1947 Perl recibió la noticia de que todos habían sido asesinados durante la guerra con excepción de una hija que aún vivía en Rumanía.

La ginecóloga decidió viajar para hospedarse allá, donde luego intentó suicidarse sin tener éxito. Algunos años después se trasladó a Nueva York, donde las autoridades intentaron juzgarla como autora de crímenes de guerra debido a su trabajo bajo las órdenes de Mengele. Pero pronto la doctora dejó clara su postura entregando información crucial para capturar al llamado Ángel de la Muerte.

Aquella información no sólo limpió su reputación, sino también permitió enjuiciar a uno de los más sanguinarios criminales de guerra.

Perl decidió quedarse en Nueva York, trabajando en el Hospital Monte Sinaí donde fue una de las más grandes expertas en infertilidad y ayudó a más de 3 mil mujeres a dar a luz a niños que tendrían una vida digna fuera de los campamentos nazis. La ginecóloga murió en Israel a los 81 años, donde se había mudado junto a su hija.