Seguramente creas que la mayoría de los balleneros pertenecen a Japón. Y así fue por mucho tiempo, pero desde que comenzó la veta a su caza en casi todos los países del mundo, los nipones han debido elaborar extensos informes para que el Estado los apruebe antes de ir a la carga con sus arpones. Sin embargo, aún existen pequeños y distantes lugares donde las ballenas aún flotan muertas en el mar, dejando un triste rastro de sangre en el agua marina.
Islandia es uno de aquellos países. Y es, además, curiosamente el país donde las personas más aman salir en tours a mirar a las ballenas. A veces, cuando el verano se alza brillante tras la costa, las embarcaciones que arrastran los cuerpos sin vida de las ballenas se pueden encontrar con aquellos cruceros turísticos que buscan mirarlas de cerca.
Algo que, según el guía de avistamiento de ballenas Sigulaug Sigurdottir, “la mayoría de las personas desprecia”.
Kristjan Loftsson: el cazador
Cazar es legal en Islandia, pero es algo mal visto. Para todos, excepto para quienes trabajan en esta área. Loftsson es quien dirige la caza comercial en Islandia, comanda los barcos, localiza a las ballenas jorobadas y a los rorcuales minke, y ordena dónde apuntar a los tripulantes.
“Simplemente díganles que miren hacia otro lado. Pueden darse la vuelta”, le dijo al New York Times cuando le preguntaron qué debían hacer los turistas que querían ver ballenas al cruzarse con una de sus embarcaciones.
Le dicen el último cazador comercial de rorcuales. Loftsson tiene 75 años de edad y una salud envidiable, sin ninguno de los secretos arcaicos de juventud como bebes la sangre de los abatidos. El implacable aire frío de las costas islandesas no le pega ni siquiera un poco. Mientras unos grupos ecologistas lo han denunciado y otros, más radicales, incluso han quemado y hundido sus barcos. Pero él mantiene la calma porque sabe que su país no está interesado en adoptar el cese de la caza ballenera.
A pesar de ser alguien desdeñado en el país, muchos defienden su capacidad intelectual y sus movimientos, hablando de él con cierta admiración.
Robert Read es el jefe de operaciones de la sucursal inglesa de Sea Shepherd, un grupo ambientalista preocupado de hacerle la vida imposible a los balleneros y proteger a toda costa a estos cetáceos. Según el mismo Read, el ballenero Loftsson es “un hombre bastante inteligente”, pues “si le formulas una pregunta, por lo general te responderá, pero hará una pausa antes de hablar. Eso es algo que no se ve a menudo”.
Limpiando platos entre aletas
El hombre tras los arpones no siempre fue el magnate de la carne de ballena que es hoy, aunque siempre estuvo ligado a este oficio, que aprendió de su padre. Cuando chico pasaba los veranos en la estación de la empresa ballenera, conmovido por las poderosas imágenes de las ballenas siendo arrastradas por las grúas.
En el lugar veía filas de hombres y mujeres acercado las ballenas a la costa y fileteándolas a mano: el cuchillo entra en la carne del cetáceo y luego saca el trozo, limpio y rojo de sangre. A los 13 años ya tenía trabajo en la empresa, como el ayudante más joven y despierto en trabajar en una embarcación. Pero ahí no manejaba arpones: le pagaban por limpiar los pisos y lavar los platos.
Partiendo desde las mopas y los fregaderos, Loftsson llegó a ser mozo de cubierta, y en 1974 -tras la muerte de su padre- se consagró como jefe de la empresa. Junto a su hermano, eran los accionistas mayoritarios de la ballenera. Desde ahí, se ha dedicado apasionadamente a cazar a los rorcuales, una especie en peligro de extinción según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN).
La historia de Islandia y su testarudez contra los rorcuales es bastante larga, y Loftsson es uno de sus principales protagonistas. Por 20 años se prohibió la caza de los cetáceos, excepto con fines científicos. Pero en 2006, un segmento de la pesca celebraba: el Gobierno dio la luz verde para volver a cazar a destajo. Pero al año siguiente, una evaluación del IUCN admitía un error en la medida: los rorcuales no estaban amenazados en el Atlántico Norte.
Había casi 40 mil ejemplares concentrados bajo las aguas de la parte central de esa zona, y desde entonces Islandia no atiende ni a llamado ni a advertencia alguna. Aquella visión ha logrado permear la mentalidad de sus ciudadanos: a comienzos de este año, sólo un tercio de los islandeses decían no estar de acuerdo con la caza de ballenas.
“Si es sustentable, cazas”
Algo muy similar sucede con Islandia y la ballena de aleta, el segundo animal más grande del planeta, luego de la ballena azul. “Si se respetan las cuotas, habrá ballenas”, han dicho los científicos del Instituto de Investigación Marina y de Agua Dulce de Islandia. Argumentan una suerte de sentido común para evitar la extinción de estos animales: cazar en la justa medida, para que los ejemplares que sobrevivan puedan continuar poblando.
Por supuesto, Loftsson está de acuerdo con esta visión, y lo compara con oficios como la agricultura o la pesca artesanal: “si es sustentable, cazas” es su máxima en la industria.
Arponeando ballenas
El cazador de ballenas revisa su maquinaria. La conoce a la perfección. Está adornada con arpones que llevan explosivos en la punta, para que cuando el filo entre en contacto con la carne, empiecen las explosiones al interior del animal. Su piel se hincha se mata desde adentro.
Las ballenas más fuertes requieren de un segundo arponazo, cuenta. Es raro que sobrevivan a la primera explosión. Las ballenas quedan muertas, flotando sobre las frías aguas, donde son recogidas y llevadas a la estación ballenera que está en un fiordo al norte de Reikiavik. Ahí, el animal es fileteado hasta convertirlo en pequeños trozos de carne que son mayoritariamente vendidos a Japón.
Loftsson y su equipo tienen permiso para cazar a 238 ballenas ssólo este año. A fines de julio, llegaron desde el alta mar al puerto las ballenas número 50 y 51 de la temporada. Están a contrarreloj: aún les faltan 190 ballenas para completar su cuota. Los trabajadores de base, mientras tanto, afilan los cuchillos.
Personas que han estado en la estación, relatan que cuando las ballenas son sacadas a la plaza para ser trozadas, el vapor se eleva desde la fábrica esparciendo su intenso y desagradable olor a comida de gato. El aire marino lo disipa pronto, pero queda encerrado en la estación. Sus trabajadores ya están acostumbrados a lidiar con él.
Industria en descomposición
El último cazador de ballenas lleva varios años trabajando con el mismo equipo. Pese a la larga pausa de dos décadas, que terminó en 2006, su entusiasmo lo empujó para echar a andar de nuevo la maquinaria y salir al mar. Pero su camino ha estado repleto de pequeñas tragedias.
Una noche de 1986, por ejemplo, dos activistas se infiltraron en sus embarcaciones y se fueron en un barco cada uno. Esa noche, en el puerto de Reikiavik, abrieron las válvulas de Kingston y el agua se abrió paso por el metal. Sus barcos se hundieron hasta la cabina del timonel.
Sus hombres no alcanzaron a agarrar a los activistas, que huyeron en avión. Pese a que fueron identificados, jamás enfrentaron a la justicia islandesa. Sea Shepherd se adjudicó el ataque contra la ballenera. Los barcos tenían arreglo: se reacondicionaron las válvulas y se pueden poner a flote de nuevo, pero no se han vuelto a utilizar pues repararlos completamente requeriría un trabajo demasiado arduo y largo.
De todas formas, cazar ballenas es algo muy significativo para Loftsson. Muchos pensarían que dedicarse a matar animales protegidos no es una forma de vida a la que podrían acostumbrarse, pero es la única que este hombre conoce. Una vida que, a estas alturas, ni siquiera es algo tan rentable.
Antes le iba bien, pero le hace falta arreglar muchos engranajes para que todo sea igual que hace tantos años. Además, las exigencias japonesas de higiene y las políticas de las empresas transportistas de la carne de ballena lo han estado volviendo un pez pequeño en el océano de la industria.
En la actualidad, busca soluciones. Secar la carne de ballena con técnicas de congelamiento y venderlo como suplemento alimenticio es una salida. Piensa, especialmente, que podría echarse sobre el cereal para que sus consumidores tengan una dieta más rica en hierro. Dice que es una idea “súper emocionante” mientras le brillan los ojos, pero también reconoce que muchos compradores podrían no estar interesados en los cuerpos muertos de las ballenas.
Su empresa nunca pierde, en todo caso: ha invertido en todas las otras áreas de la pesca comercial tradicional. La prueba está en que sólo en 2017, debió pagar casi 3 millones de dólares sólo en impuestos.
Pese a sus 75 años, disfruta de la vida: goza de buena salud, una billetera acaudalada, y no tiene deuda alguna. Para él, la única forma de disfrutar un negocio en el que no encuentra ninguna falencia moral, es sentarse en un viejo refugio de su estación ballenera bajo la lluvia de Islandia. “Paso mucho tiempo ahí”, dice, especialmente viendo la producción: disfruta mirar a los trabajadores cortar la carne y dejarla en cubetas. Son como pequeñas hormigas desgranando el cadáver de un pollo hasta dejar solamente sus huesos.